"Nuestro Señor del Veneno"
El historiador mexicano Artemio del Valle Arizpe recogió en
su libro Tradiciones y Leyendas de las calles de México la historia
de dos vecinos de la Nueva España: don Fermín Andueza y don Ismael Treviño,
quienes se vieron envueltos en un acontecimiento que muchos definen como un
milagro y otros, como una leyenda.
Todos los días, don Fermín depositaba una moneda de oro en
el plato petitorio que estaba a los pies de la imagen, cuyos ensangrentados
pies besaba con humildad. Nunca faltaba don Fermín a su cita matutina. Decían
los vecinos que ésta era una de las muchas muestras de la nobleza que regía el
alma del caballero. Contaban que de su riqueza salía generosamente la ayuda
para el pobre que a él acudía.
Don Ismael Treviño era igualmente rico, pero su alma era
oscura y envidiosa. Le pesaba el bien ajeno, especialmente el de don Fermín
Azueta, por quien sentía una profunda envidia. Aprovechaba cualquier
posibilidad de hablar mal de él y se retorcía de amargura si alguien decía un elogio
para el noble señor.
Esta envidia, que no se sabe de dónde nació, inspiró a don
Ismael a interponerse en todos los negocios de don Fermín. Pero todo parecía
salirle al revés: don Fermín salía airoso de todos los obstáculos y concretaba
sus acuerdos que le daban éxito y muchas ganancias.
En el corazón de don Ismael entró el odio por aquel hombre y
llegó el día en que anheló verlo muerto. Inmerso en ese mal sentimiento,
comenzó a planear la manera en que, sin levantar sospechas, podría asesinar a
su enemigo.
Después de mucho pensar, concluyó que la mejor manera de
acabar con don Fermín era envenenarlo. Halló a un hombre que poseía el veneno
perfecto: un agua color azul que no daba muerte en el acto, sino que se
distribuía en todo el cuerpo y al cabo de unos días causaba el efecto esperado,
sin causar dolor, sin dejar huella…
Con este líquido aderezó don Ismael un delicioso pastel que
hizo llegar a don Fermín de parte de su amigo, el regidor del Ayuntamiento.
Complacido, sin imaginar nada de la envidia que atentaba contra su vida, don
Fermín degustó el regalo junto a su humeante taza de chocolate esa mañana…
Ávido de saber los resultados de su crimen, don Ismael no
quiso perderse un solo paso de don Fermín. Desde muy temprano lo aguardó en la
iglesia a la que acudía todas las mañanas y desde lejos observó todos sus
movimientos…
Don Fermín entró a la iglesia con la lenta majestad que le
caracterizaba. Saludó a todos, como lo hacía todas las mañanas y escuchó
atentamente la misa. Al terminar ésta, se encaminó al Cristo y rezó sus
oraciones. Se inclinó luego con humilde reverencia hacia los pies para
besarlos… y apenas los rozó con sus labios, una mancha negra como el ébano se
extendió sobre la pálida figura.
El asombro y el temor se reflejaron en el rostro de don
Fermín y de todos los que rezaban al Cristo. Pero quien tembló de pavor fue don
Ismael, quien al instante corrió a arrodillarse ante don Fermín y a gritos le
confesó su envidia y cómo había planeado asesinarlo. Estaba claro que el
Cristo, para proteger a don Fermín, había absorbido aquel veneno y como
evidencia había transformado su color.
El noble caballero miró a don Ismael y sintió compasión. Le
dijo quedamente palabras de perdón y lo abrazó como a un hermano al que no
hubiera visto en mucho tiempo. Algunos de los hombres que habían presenciado
todo, quisieron aprehender a don Ismael, pero don Fermín les pidió que no lo
hicieran, que él ya había olvidado la afrenta y en cambio, les pidió que oraran
con él ante el Cristo que le había salvado la vida.
Don Ismael salió pálido y abatido de la iglesia. Ese mismo
día abandonó la ciudad y jamás se le volvió a ver. La noticia encendió el
fervor entre los habitantes de la Nueva España, quienes desde entonces acudían
a la iglesia para ofrecerle veladoras y oraciones. Cierta tarde, alguna de esas
velas cayó y el Cristo se incendió. Algún tiempo después fue sustituido por
otro, también negro, y fue trasladado al altar de la Catedral Metropolitana, en
el Centro Histórico de la ciudad de México, donde hoy se conserva.
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